(Alumni Recuerdos II) Una casa de locos

Por Ignacio Uría | Promoción de 1993 | Profesor de Historia contemporánea en la Universidad de Alcalá

Dedicado a Rafa Buxens,

que nos lleva ventaja

Hay que tener poca vergüenza para perder el miedo al ridículo. Nosotros la tuvimos. Al menos, lo intentamos. Por ejemplo, cada 26 de noviembre, en el desayuno de viejos en el Olaverri, con tinto navarro, chistorra y huevos fritos más buen humor de postre. O en aquellos partidos de fútbol en el campo de los agustinos, con los nuevos corriendo como gamos y nosotros lentos como boas en plena digestión. O en el juicio al cura Bernal por querencias inconfesables y, finalmente, descubiertas (ser del Barça, sin ir más lejos). 

Las conversaciones de Pipo Silvela sobre coches, o sobre coches, o, a veces, sobre coches. También con Nacho Barrera, fugitivo siempre de las tertulias en las que se planeaban los ataques a Fase II o el robo del Fidel, mientras D. Luis de Moya decía que lo mejor era azotarles con el látigo… de nuestra indiferencia. Eso del látigo le hacía mucha gracia a Ramón Pérez (más conocido como MacGyver), inventor fecundo de nuevos modelos pirotécnicos con Javier Mora Rocamora –de la Granja Rocamora– como inductor y uno de los gemelos Grau (José) de cooperador necesario. 

En aquellos años (89-93) todo fue un exceso. Los insectos volátiles de Manzorro —que siempre andaba de cosmovisión en cosmovisión—; el hurón y el conejo de Buque, el uno instalado en el maletero del 6º y el otro en un baño: «Porque era muy limpio, blanco y del Madrid» (se llamaba Euclides, que es nombre de galáctico griego); los peces de Gonzalo de Lucio: el naranja, llamado Koeman (perdón, Javier Santamarina), y el otro, el negro, apodado Wasilva, no sé por qué. El búho chico de Andrés Cárdenas, o las pirañas de Millán, que casi se mueren envenenadas con Nenuco. Digo casi porque una se salvó, y entonces la bautizamos con el muy católico nombre de Orzowei («Nada, muchacho, ya, / no te detengas más»). 

El Torneo GIESA, con Santi Iraburu en plan Santi Iraburu. Es decir, escaleras arriba cual correcaminos. ¡Mec! ¡Mec! Campeón imbatible hasta que llegó Carlos Cotelo, que subía más despacio, pero que bajaba como un rayo. Las cenas interregionales con Goyo Méndez y sus cojonudos burgaleses; o con Jordi Virgili, con sidra y queso de Cabrales (Jordi, pese a este nombre, era un carbayón ilustre). Las tertulias de Carlos Álvarez y sus desventuras periodísticas, tantas que emigró a Buenos Aires (gallego tenía que ser), o las de Balilla sobre Metallica en las conferencias de La Colmena de Arcóbriga.

El Interpisos; el Partido de las Estrellas; las Cenas de Becarios; los cumpleaños del Sr. Director en La Champanería, todos de pijama y batín en plena noche de, pongamos, mayo de 1990. Jordi Ballester durmiendo en el Té y teoría de cada viernes: «Llego agotado al fin de semana» (¡!). Estudiaba Derecho. Como Juanín González Ayesta, gijonudo, sportinguista y terror de la sala de estudio.

Séneca y sus audiciones de música medieval japonesa. Rafa Garlito, pulcro y aseado, convencido de que Isaías Calvo era el doble de Gabriel Pizá. Juan Álvarez de «Movidón», guardián nocturno de la sala de estar durante la Primera Guerra del Golfo. Tan fiel a su tarea que le veíamos en el desayuno, nos daba el parte bélico, y se iba a dormir. O Quili Jaráiz subido en un contenedor para tirarse por Fuente del Hierro en una loca competición con Jorge Latorre. Se abrió la cabeza el extremeño, claro, pero al de Huércanos (La Rioja) no le pasó nada. 

Santi Fatjó, tímido, y Bruno Mateu, señorial, el único sportman que se vestía de blanco riguroso para jugar al tenis. Miguel Ángel Vilá antes de convertirse en Miquelangel Vilà. Eloy Elices dándole vueltas a un bicolor con pericia de trapecista. Argimiro Collado, sonriente, repeinado y camino de la Biblioteca de Ciencias a las siete de la mañana: «Hay que coger sitio, chico». Mientras tanto, Arturo Soto, médico también, se tiraba en la hierba hacia las once de la mañana con el Guyton como lectura ocasional. 

P. J. Teruel destrozando «Arde París» con su guitarra; y Nico Visiers con la suya (¿o era la misma?) gimiendo por «Márgara». Antonio León y su humor extremeño. Siso y su acordeón, Pablo Mata y la batería, Millán a voz en grito cantando «Villarino, ¿qué haces a la una menos diez… en El Casino?», y Pedro Flores con cualquier chirigota. Por ejemplo: «Yo era una leona del Edificio Central y a Torre fui a parar…», mientras José Manuel Vara exigía: «¡Que cante Bayo!». Pero entonces el que se lanzaba a la pista, sin avisar, era Josep Corcó, que desafinaba como nadie en Ara que tinc vint anys. Eso sí que era Operación Triunfo.

Ahora que voy embalado, ¿qué decir de Juan Torregrosa, filósofo metido a belenista para hacer un portal con clase (clase de Antropología, que fue la que se fumó por hacer el belén)? ¿O de Alfonso Santana, autoelegido como el mejor culo de la Universidad? Pues diría lo mismo que de Isaías y sus proclamas sobre la ansiada revolución mental con Los Ramones como banda sonora. Entre tanto, Javimata –el celoso editor del Buster & Wall– estudiaba Financiero con grabaciones de grillos: «El cri crí me recuerda al verano y así me inspiro». 

Por allí también andaban Phil Collins y Morcillo el Bellaco (y los Rítmicos) asegurando que Maribel les espera, Tears for Fears en Seeds of Love, el Breakfast in America de Supertramp, Sting en plan legal alien, Los Secretos y Golpes Bajos, Mecano y Derribos Arias, Eurythmics y su Miracle of Love, AC/DC en Highway to Hell, Los Nikis anunciando que el Imperio contraataca, el Hotel California de los Eagles, Trash City de Transvision Vamp (¡Dios mío, qué nombre!), los chicos malos de Pato de Goma, la Lambada, God Save the Queen de Sex Pistols, Take On Me de A-Ha, Madness en Our House… La banda sonora de aquellos años estaría incompleta sin Los Flechazos y La chica de Mel, que tanto nos hizo bailar.

Cierro los ojos y descubro a Javi Nanclares con pelo y el libro de Derecho romano bajo el brazo (un amor a primera vista). A Nacho Núñez –la mejor zurda de La Concha– y el Manifiesto Azul. Jordi Barnola «descuidando» la chupa en el Kabiya, mientras Pablo Hispán nos daba una lección (otra) sobre los expedientes secretos de la Guerra Civil. Toni Sánchez Botella armando caballero a todo el mundo en la Plaza del Castillo, más o menos a las cuatro de la mañana. Alfonsito Pérez subido en una mesa del Sevilla amenazando con bajarse los pantalones. Montroy en chándal jurando que él sabía jugar al baloncesto y Quique Varela incitando al asalto de cabinas para borrar de las calles esa «publicidad de cerdos» (o sea, bikinis). Grande, Varela.

También recuerdo a Borja Santamaría asegurando que vivíamos «malos, malos tiempos». A Pichincha Fernández de Córdoba con su jersey de Batman y al pucelano Rodrigo Rupérez, mochila al hombro, en su séptimo u octavo Camino de Santiago. También a Mikel Segovia y a Íñigo Minondo sacando petróleo de un Macintosh para publicar El Hueco de la Escalera, revista intermitente en la que escribía Alfonso Vara con su estilo de pseudocomentarista. O Rafa Buxens, que entraba a todo, como un miura. Tanto que, un día, harto del remoquete, gritó por la escalera: «¡Yo no entro a todoooooo!», confirmando para siempre que sí, que era verdad: él entraba a todo.

Cheni Omarrementería parando el autobús que iba a la beatificación porque se había olvidado «la» almohada. José Miguel Peris presentando la candidatura a alcalde de su pueblo, Torrente, mientras Taco le pedía tabaco: «Illo, Ose Migué, ¿uté tendrá un sigarrito?». El UNIV con Pablo de la Fuente y los polos azules de Belagua en los que ponía Torre I. Sólo Torre I. La novena a la Inmaculada y el posterior desparrame, cada 8 de diciembre, por lo Viejo: Mejillonera, Casino, Sevilla, El Kiosko… y así hasta las once. «En Torre no hay borrachos», nos informó esa noche Pablo Sagastibelza. No lo sabíamos. Eso sí que era periodismo de investigación. No habría borrachos, pero beber… Así que, como dijo el decano Carpio un poco achispado: «Siguirimos». Entonces la masa bramó, entregada una vez más a su líder: «¡Siguirimos, siguirimos!». Dos años duró el aullido, coreado con rechifla cada vez que el decano tomaba la palabra.

La Fiesta vikinga, la Fiesta vaquera, la Fiesta años veinte. Todas con sangría, Laus Deo. Las encerronas en el Ibiza 5, los permisos hasta las dos, las meditaciones ininteligibles de Father Agnew y las estoicas de don Jon (Don Johnson, le llamaba el pueblo fiel), que era de Ordizia –como Yoyes–, y eso impresionaba un poco. Igual que Juanma Cotelo, que fue escocés por unas horas cuando alguien no identificado dejó una nota para «Juan MacOtelo» sin que Alfonso Muro –el bedel de Torre— se diera cuenta. «No vi a la persona o personas que dejaron el recado», confesó después bajo tortura, «aunque le vendí dos bicolores y un paquete de Ducados». Eso sí. El negoci es el negoci. Si no, que se lo pregunten a David Suriol, que se fue a Escandinavia por la cara con un Twingo y Luis Izquierdo de copiloto, aventura inverosímil pagada por Renault y disfrutada por todos.

La fiesta de Reyes con salida en el Tres Reyes y los temidos y crueles regalos de broma. A saber: para Jimmy Brugarolas, subdirector de hierro, un billete a Tokio «Sólo ida». A Andrés Terreros, un silbato para que lo usara cuanto antes. A Joan Coll, un jersey nuevo. A Arturo Carpio, una linterna para sus madrugadas. A Pepe Agustín Carmona, una tarde libre para que descansara de sus labores domésticas. A Pablo Jiménez-Villarejo, una bandera comunista. Por rojo. A Rubén Bernat, una camiseta del Barça. A Luiti Simón, unos guantes de portero (fue el año que Cataluña perdió el Interregiones con una Castilla imperial). A Pepelu Córdoba, un micrófono para que hablara más alto. A Pepe Marí, una bolsa para la cabeza por su enorme parecido con… Dejémoslo. Todo surrealista y mágico, como los momentos sublimes de las nominaciones a los Oscar. La de Francis Ruiz por «Bailando con lobas», película que ganó por milímetros a la otra gran candidata, «Nueve novenas y media», otra vez del ínclito Jimmy. Se merecían una montoya de Íñigo Montoya («Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir»). 

También la cena fría, la ducha fría o la habitación fría. Todo frío menos aquellas jodidas lámparas del cuarto que quemaban apenas las rozabas. Los baldosines que bailaban, la mesa de hierro y formica en la que los libros se empolvaban la cara, allí congelados semanas y semanas, sin moverse, como barcos sin patrón. Las bolsas de cena, el tibucrem, la carne flotante con patatas Repsol, el café petrolífero, las guerras de extintores, la fiesta de bienvenida al microondas y la apertura de la Biblioteca China donde antes había estado la Sala China. Aún sonrío al recordar al pueblo rugiendo: «¡El justo vive de la GER! ¡El justo vive de la GER!».

Las novatadas, también llamadas «Pruebas de integración». Las tertulias de avisos («Está prohibido almacenar armas, ya sean blancas o de fuego, y alcohol, cualquiera que sea su graduación»). La lista de encargos cada mes de octubre (limpiar ceniceros, apagar luces, hacer el café). La vela del primer jueves de mes, los retiros en Urriza, las convivencias de estudio en Itxaropena, los fines de semana de tocárselos en Belabarce, las bendiciones de los sábados por la tarde y los resopones de los sábados por la noche. La misa de una y el aperitivo previo a la inevitable paella, grasienta y dominical, de Comedores. También el 1er Memorial «D. Julián Urbistondo», que se celebró con Donju vivito y coleando. Los partidos en La Jaula, la Asociación de Víctimas de La Jaula (esguinces, tendinitis y otras contusiones). Las capeas. 

¡Ah! las capeas. Ese fue un momento histórico con Ajedrecito de Triana en su papel estelar. Bien es verdad que aquella vaquilla sabía latín –lo dijo Salva Gavira y, si hablábamos de morlacos, eso era palabra en piedra–. «Eza vaca tá toreá», aseguró el gaditano con media sonrisa en la boca. Pero a Koeman le daba igual: él tenía que acabar con la leyenda que decía que había cogido acento andaluz en Torre, gallego de Cee como era. «Soy sevillano», juraba.

Pero nosotros, nada. Que no. «Sevillanos serán tus padres. Tú eres de Cee, calzas un 36 y como sigas resistiéndose te quemamos los calcetines». Así que Javier Santamarina Durán quiso recuperar el crédito perdido, y allá que se fue contra la vaquilla, mientras el público se moría de risa. «¡Que lo mata, que lo mata!», decía D. José Bernal, capellán taurino por una tarde. Menos mal que Gregorio Méndez saltó al albero a por el maestro, y todo quedó en una semana de baja: «Por contusiones y pitonazo de trayectoria ascendente en el glúteo izquierdo». El antidopaje confirmó que se había tomado entre dos y tres litros de cerveza y/o sangría (ese dato no pudo aclararlo el análisis).

La vida, en fin, con su mejor cara, recién planchada el alma y dispuestos a arrugarla en aquella casa de locos. El Cielo adelantado, vamos. Claro que vamos. Esa es la meta. Que no falte nadie porque allá arriba será aún mejor.