VIII edición del Cuaderno Rojo

El miércoles 26 de marzo presentamos la VIII edición del libro de relatos universitarios El Cuaderno Rojo. Fue un sencillo acto en el que hablaron los dos  editores: André Quispe Ferro y María Lucía Suárez Barbery.

Es una publicación que surgió, hace siete años, por la iniciativa de unos colegiales de Torre 2 y el profesor de Filosofía Manolo Cruz. Juntos crearon Relatos Minerva.

Acompañamos esta noticia del relato de Juan Pablo Ferrer, colegial de Torre 2:

Ludopatía de salvación

JUAN PABLO FERRER EXPÓSITO. 2º de Filosofía, Política y Economía

LAS MANOS ME temblaban con violencia, así que guardé mi reloj de oro en el bolsillo de la chaqueta. Los transeúntes que se cruzaban conmigo por la acera miraban con timidez mis dedos nerviosos y estampaban una cara de lástima.

El sudor me corría por la frente y mi corazón se aceleraba como si experimentase sus minutos finales de vida.

La última etapa de una existencia en decadencia, veintisiete años y los únicos que han valido la pena fueron por los méritos de otros, los besos de mis padres, de los amigos que dejé de lado, de la educación donde aprendí y la iglesia donde rezaron por mí aunque yo no correspondía.

Ya me eran familiares las sensaciones que preceden a una desgracia. Comencé a experimentarlas desde que mis padres me concedieron un margen de libertad y aposté mi primer sueldo universitario en la ruleta. Ahora no me extrañaba de sentir mis entrañas rebelarse contra cada paso que daba, conscientes de lo grande que sería mi futuro arrepentimiento. Seguí avanzando apresuradamente por la calle. Cada línea demarcada por la unión de baldosas parecía una línea roja que en un tiempo pasado nunca me habría atrevido a sobrepasar. Cada farola apagada, un hito marcando como mi atrevimiento y deshonra va a más. Los escaparates me hablaban de mi propio y cruel reflejo, donde yo solo me reflejaba para saber simular mi naturalidad.

Me paré delante de la vidriera de una zapatería cerrada, me sequé la frente con un pañuelo, agarré firmemente mis manos a mis bolsillos y, definiendo una postura casual para que no se notase mi incomodidad, reanudé la marcha a la casa de empeños. A los pocos minutos entré a la sala del mostrador. Me esperaba de nuevo la señorita Rocío de Lara, quien se encontraba limpiando un antiguo San José con un trapo con algún asomo de verde entre el polvo que lo rodeaba. A diferencia de mí, ella nunca había tenido la oportunidad de contraer una adicción a las apuestas, pero yo tenía la seguridad de que, de haber podido, seguiría siendo tan santa como lo era actualmente. Cuando me acerqué al mostrador, sin ni siquiera elevar la mirada, su cara de concentración se sustituyó por el mismo rostro de lástima que los transeúntes. Sus primeras arrugas, fruto del esfuerzo, se suavizaron y recobró la belleza juvenil ojizarca. Como la señorita de Lara me conocía mejor que cualquier desconocido, me sorprendió que su expresión no fuese aún más apenada y desconsolada. Sentí que ella daba un salto de valor y vi como levantaba su rostro con furia para echar una reprimenda maternal por haberme vuelto a gastar el dinero que obtuve del último empeño. Re-cuerdo cómo su pelo castaño recogido en la coleta saltó con gracia de un lado para otro, mientras su rostro se encendía con la ira forzada con que me trataba siempre.

—¡Otra vez por aquí! ¿Ya no recuerdas lo qué te dije la última vez? ¿No recuerdas que no iba a aceptar ninguna de tus miserables reliquias familiares? Que no pienso tener que pagarte para que te gastes tu dinero otra vez en el casino del puerto o para emborracharte tanto que no distingas un pomo de una almohada y no puedas salir de tu casa. Claro, hasta que vuelvas a quedarte sin dinero y tengas que robarle un anillo de oro, pendientes de perlas, broches esmeraldinos a tus pobres familiares para empeñarlos. ¿Qué es lo próximo que venderás? A tu familia ya la has desvalijado. ¿Tu casa? ¿Venderás tus cuadros que nadie comprará? ¿Tus poemas que nadie leerá? ¿Tu ropa que nadie lava? ¿Tu vida? ¿Tu alma?

Sus palabras se atenuaron a un hilo de voz, y noté como se acongojaba y su garganta se bloqueaba por la pena de verme tan inerme a sus reprimendas. Cada vez que trataba de hacerme entrar en razón acababa bajando el tono. Noté cómo esta vez, al igual que el resto, dejaba ver su inseguridad cuando trataba conmigo. La señorita de Lara había luchado por cada peseta que había ganado, y no entendía cómo alguien que lo había recibido todo podía despedirlo por la borda. No entendía, como huérfana de padre, que un hijo le robase al hijo de su abuelo. No comprendía, con la paciencia que tenía para mejorarse, que un hombre que se arrepentía tanto no pudiese escapar de ese ciclo vicioso. Y por esa inseguridad y desconcierto que siempre surgía en ella la veía ahora esperando mi respuesta sumida en la lástima de su gran corazón; el corazón por el que la señorita de Lara era más consciente de mi propio sufrimiento que yo mismo. Ello era lo único de lo que yo tenía certeza en este mundo. Igual-mente, mi reloj de oro tenía que venderse.

—No hay mucha diferencia entre comprar la pieza de hoy y las demás que te he traído —dije con toda la calma del mundo, para que sintiese mi seguridad; y, al mismo tiempo, con gravedad, para que entendiese que valoraba su preocupación.

—Los objetos que me traes no son iguales. Te seguiría pagando lo mismo e incluso más, porque cada vez son más lujosos, estilizados y preciados. El único que se corrompe mientras pasa el tiempo eres tú. Antes, estas reliquias me las traía un hombre honrado pero débil y caído en las trampas de las apuestas; ahora, me las trae el ladrón de su propia familia. No te voy a comprar objetos robados.  

Cuando acabó había recuperado el tono. Seguí notando su impotencia ante un hombre desgraciado a quien comprendía, pero quien también la intimidaba. Traté entonces de pensar una respuesta cautelosa, pero supe al instante que no importaría qué dijese. Ella ya había tomado su decisión: no me daría ni una sola peseta más. Así que decidí serle sincero, como no lo había sido con nadie —ni siquiera conmigo mismo— en mucho tiempo.

—¿Sabe? Cada vez que venía aquí me preguntaba cuándo tomaría esta decisión y siempre venía con miedo de que ese día llegase.

—¿A qué te refieres? —me respondió desconcertada.

—Es la única persona en quien he confiado desde que comencé a robar a todos quienes me rodeaban —le confesé.

—Quizá es porque gracias a mí robarles te ha servido de algo —me respondió mientras dirigía la mirada a los estantes de la tienda de empeños, repletos de objetos que yo le había vendido.

—¡No! Entienda que no es el dinero mi única razón para venir con usted.

—¿Por qué no sacas del bolsillo el reloj de oro que me quieres vender para que te crea?

—No sea cruel, Rocío de Lara. No tiene razones para confiar en mí. Es cierto, me conoce perfectamente. Sabe mi historia, la de mi familia. Conoce el pasado de cada objeto que ahora le pertenece. Sus guerras, empresas, conflictos internos. Conoce sobre sus enemistades, engaños y matrimonios felices. Conoce mis manías, la de mis padres, mis ilusiones hechas trizas y mis fracasos innumerables como los trozos de un vaso de cristal roto. Entiende mi dolor por haber traicionado a mi familia, y la pena que le ha causado a mis padres. Solo usted me detiene de la muerte.

—No puedo ser Dios ante ti.

—¡No!¡No!¡No! Me encadenaré a sus pies y me arrastraré alimentándome de sus migajas si es necesario.

La señorita de Lara se quedó rígida como una estatua ante mí. Su bella figura se recortaba entre vitrinas, joyas, muebles antiquísimos, relojes de pared e hileras de estos artilugios mientras una lámpara de telaraña alumbraba cada milímetro de su rostro marmóreo. Sus pupilas se agrandaron como si quisieran atrapar toda la información que momentos antes no era capaz de procesar. Entre tantos «tic, tac» de los múltiples péndulos parecía que el tiempo se había paralizado. Su pecho se hinchaba al respirar con agitación, sus dedos se movían ligeramente arrastrados por una brisa entre cuatro paredes. Un asombro se asomaba por esa mente, como si hubiese visto a un león quedarse atrapado en una telaraña, a quien no sabe si liberar o dudar de si la trampa se la está tendiendo el felino a ella. Como un niño que duda sobre si los dragones deben existir. Como una adolescente que duda de si perdonar una traición. Como un novio que quiere proponer matrimonio. Como una familia rota cuando se quiere reunir en Navidad.

—¿Cómo sé que no haces esto para robarme a mí?

—Porque a pesar de ser un desgraciado siempre ha estado ahí. Porque no me queda nada que me pertenezca. Por-que no tengo otras opciones más que verla en toda mi vida. Siendo miserable en un mundo extraño, ¿de quién más podría fiarme? ¿No lo entiende? Le he dado cuanto era mío y cuanto no. He traicionado hasta a mis padres que me dieron la vida. Soy un cadáver, pero me descompongo en sus brazos. Solo he sido fiel a una persona, por quien he traicionado a todo el resto. Gracias a ese milagro tengo salvación. Solo queda usted en toda mi miseria. He aquí el esclavo de la señorita de Lara, quedo a su disposición.

Ella sonrió con una leve impresión de miedo, mientras la esperanza brillaba en sus ojos. Y entonces pensé que esta apuesta sería la única que saldría bien.

Me sonrió. La esperanza fulguraba en sus ojos y me dije que aquella sería la última apuesta de mi vida.

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